Por Albert Valor
El 16 de junio de 1954, Alemania reaparecía en los grandes torneos. Era la Copa del Mundo de Suiza y los teutones aparecían en escena por vez primera tras la Segunda Guerra Mundial. Previamente, habían sido vetados en los JJOO del 48 y en el Mundial del 50. Nadie hablaba de ellos, es más, eran señalados como unos apestados, y precisamente fue ese rechazo lo que empezó a forjar su leyenda.
El día del debut, se enfrentaron al último rival que han tenido hasta ahora –es decir, Turquía-. Como el pasado miércoles, los otomanos tomaron la delantera en el marcador, pero de nada les sirvió, ya que los germanos acabaron ganando por 4-1. En la final, Alemania derrotó a uno de los mejores equipos que se hayan visto sobre un terreno de juego, la Hungría de Cañoncito Puskas y compañía. Pero como Alemania siempre tiene un plan, la historia de ese partido empezó a forjarse en la primera fase. En la segunda jornada de la liguilla, alemanes y magiares se enfrentaron por vez primera en un día muy caluroso. El seleccionador, Sepp Herberger alineó al capitán Fritz Wälter junto a otros 10 suplentes. Hungría aplastó a la Mannschaft: 8-3. [Walter era el mejor jugador alemán del momento –actualmente el estadio del FC Kaiserslautern lleva su nombre-, pero tras contraer la malaria se hizo muy vulnerable a los partidos disputados bajo el calor y la humedad]. Nadie lo sospechaba entonces, pero ese resultado puso la primera piedra para construir la gloria. La competición fue avanzando y ambos combinados alcanzaron la final. Aquel día, Berna amaneció lluviosa y fría. Hacía un día Fritz Walter. Evidentemente, los dos equipos mostraron sus onces de gala, y una vez más las húngaros eran favoritos. Más cuando a los 9’ el marcador era ya de 0-2. Pero entonces afloró el orgullo alemán. Tras sacar de centro, una jugada dirigida por Walter, la remachó Morlock a la red. Eso espoleó a los teutones, que antes de los 20 minutos ya habían empatado. El desconcierto se apoderó de los magiares, que quedaron intimidados por el ímpetu de su oponente. Tras la reanudación el área alemana era bombardeada una y otra vez, pero una fuerza desconocida impedía que los ataques fueran culminados. Entonces apareció Rahn, que tras un rechace de la defensa magiar recogió el balón en la frontal, buscó el hueco y ¡zas! Corría el minuto 84 y la tropa de Herberger solo tuvo que aguantar el resultado. Esa tarde nació la leyenda alemana. Ellos fueron los primeros exponentes de la fiabilidad que atesoran los germanos cuando la cosa va de fútbol. Aquel partido se recuerda desde entonces como El Milagro de Berna, un hito que fue el punto de inflexión para un país que gracias al fútbol se vino arriba y creyó en salir adelante y reconstruirse.
La siguiente hombrada alemana llegó en el Mundial que organizaron en 1974. Otra vez tras un camino con altibajos –llegaron a perder un partido contra sus vecinos comunistas de la RDA-, los alemanes se plantaron en la final. Y otra vez les esperaba el mejor equipo del momento, en este caso la Holanda de Cruyff. Y otra vez el rival se avanzó bien pronto. Al minuto de juego, Berti Vogts cometió penalti sobre El Flaco tras una jugada en la que ningún alemán tocó el balón. La pena máxima la transformó Neeskens. Beckenbauer, Breitner, Hoeness y compañía estaban hundidos y no sabían como hacer frente al Fútbol Total. Pero como Alemania siempre tiene un plan, decidió pagarle a Holanda con la misma moneda y sus jugadores empezaron a ocupar todas las zonas del campo sin importar su demarcación. Primero fue un penalti y luego una jugada culminada por uno de los mejores definidores de todos los tiempos, Torpedo Müller. Todo antes del descanso. En la segunda parte, la tropa teutona se dedicó a neutralizar a La Naranja Mecánica –el marcaje que Vogts le hizo a Cruyff está hoy en todos los manuales- y sólo hubo que esperar al pitido final.
El triunfo en Italia ‘90 es algo diferente. Contando con una de las escuadras favoritas al triunfo final –en sus filas estaban Voeller, Klinsmann, Matthaus, Kohler o Brehme - la Mannschaft se vengó de la Argentina de Maradona, que la había derrotado en la final de México ’86, en una de las peores finales que se recuerdan.
Visto lo visto, la leyenda que Alemania se ha forjado a través de la Copa del Mundo es para tener en cuenta. Pero en la Eurocopa la cosa cambia. Los tres títulos conseguidos han sido siempre ante rivales a priori inferiores. En 1972, víspera del Mundial ’74, destrozaron a la URSS por 3-0 –hasta ayer no se había visto nada parecido a esas alturas en un Europeo- guiados por un magnífico Gunter Netzer. En el 80, la terna formada por Rummenigge, Schuster y Hrubesch se impuso en la final de Roma a una de las mejores generaciones que ha dado el fútbol belga. Y en el 96, la víctima fue el equipo sorpresa del torneo, la República Checa. Sin contar con un equipazo, la Mannschaft se impuso por oficio y por acierto en los compases decisivos.
Pero si analizamos las dos derrotas que han sufrido los alemanes en el partido final de una Eurocopa llega el lugar para la esperanza. En el 76, cayeron ante Checoslovaquia tras el famoso penalti de Panenka y después de comprobar que en el fútbol del este había nacido otro muro: el meta Ivo Viktor. En la Euro ’92, disputada en Suecia, los tricampeones mundiales sucumbieron ante uno de los campeones más inesperados de la historia. Dinamarca no se había clasificado, pero Yugoslavia tuvo que renunciar a participar tras la guerra. La plaza fue para los nórdicos, que con una columna vertebral formada por Schmeichel, Olsen, Jensen y el hermanísimo Brian Laudrup, se plantaron en la final, donde borraron del campo a los alemanes para acabar ganando 2-0.
Ambas fueron ocasiones en las que Alemania, pese a no enfrentarse al mejor combinado del momento, sí tenía enfrente al equipo que había desarrollado una propuesta más atrevida. Y a diferencia de la Copa del Mundo, cuando se ha encontrado con la generación dorada de un país poco acostumbrado a la victoria en la competición continental, Alemania sí ha mordido el polvo.
‘No importa que sea un vehículo, una lavadora o un equipo de fútbol. Un producto alemán siempre es fiable’. Algo así dijo Alfredo Relaño el pasado día 8, cuando Ballack y compañía saltaban al césped para debutar contra Polonia en este Europeo. Quizá su derrota ante Croacia en la segunda jornada hizo creer a muchos que no bastaba sólo con ser fiables. Pero Alemania ha vuelto. De hecho está a la vuelta de la esquina. Y como decíamos, siempre tiene un plan. Su primer mazazo fue despertar a Portugal del sueño de redimirse de la decepción que supuso perder ante Grecia el primer y el último partido de su Eurocopa. Löw vio que la formación utilizada en la primera fase, con dos delanteros y cuatro centrocampistas, mermaba las cualidades de Ballack, que jugaba demasiado retrasado. Por eso decidió cambiar ante los lusos. Rolfes y Hitzlspelger –a la espera de recuperar al mejor Frings- cubrían las espaldas del crack del Chelsea en la medular mientras éste, escoltado en la izquierda por Podolski y en la derecha por Schweinsteiger, hacía, deshacía y dirigía a su antojo en la mediapunta. Por delante de él, Klose hizo de cazagoles. En la semifinal ante Turquía repitieron. Pero el juego de violines desarrollado por la Roja está haciendo meditar al guaperas Löw, que está barajando la opción de volver a colocar dos puntas para aprovechar mejor las ocasiones que puedan concederles los pupilos del Abuelo. Sea como fuere, seguro que tendrán un plan.
Pero hablemos de los puntos débiles de la Mannschaft. Si de ¾ en adelante cuentan con jugadores resolutivos, tras la medular se esconden las carencias de este equipo. Mertesacker y Metzelder se asemejan más a la competencia de Nowitzki y Jagla –ambos sobrepasan el 1’90- que a una pareja de centrales convencional. Por ende, son eficientes en el juego aéreo, pero si España echa el balón al césped lo pasarán mal. Los laterales dan una de cal y otra de arena, sobretodo Lahm. Si el menudo carrilero del Bayern es un delantero más en las jugadas de ataque –ya lo demostró con su decisivo gol ante Turquía-, sufrirá para defenderse de las internadas y/o combinaciones de Ramos e Iniesta. Friedrich, por contra, pese a no ser tan ofensivo, es mucho más defensa, aunque tampoco es un portento físico. Qué decir de Jens Lehmann. Con unas manos de mantequilla, unos reflejos más bien escasos y una agilidad poco privilegiada es, junto a Rüstü, uno de los peores arqueros que hemos visto durante estas tres semanas. Nadie se explica como puede ser aún el portero de la selección –quizá la respuesta esté en que su sustituto es el ex azulgrana Enke-, y muchos creen que algún día, un error suyo –no porque no los haya cometido ya- le costará un buen disgusto al equipo.
El 16 de junio de 1954, Alemania reaparecía en los grandes torneos. Era la Copa del Mundo de Suiza y los teutones aparecían en escena por vez primera tras la Segunda Guerra Mundial. Previamente, habían sido vetados en los JJOO del 48 y en el Mundial del 50. Nadie hablaba de ellos, es más, eran señalados como unos apestados, y precisamente fue ese rechazo lo que empezó a forjar su leyenda.
El día del debut, se enfrentaron al último rival que han tenido hasta ahora –es decir, Turquía-. Como el pasado miércoles, los otomanos tomaron la delantera en el marcador, pero de nada les sirvió, ya que los germanos acabaron ganando por 4-1. En la final, Alemania derrotó a uno de los mejores equipos que se hayan visto sobre un terreno de juego, la Hungría de Cañoncito Puskas y compañía. Pero como Alemania siempre tiene un plan, la historia de ese partido empezó a forjarse en la primera fase. En la segunda jornada de la liguilla, alemanes y magiares se enfrentaron por vez primera en un día muy caluroso. El seleccionador, Sepp Herberger alineó al capitán Fritz Wälter junto a otros 10 suplentes. Hungría aplastó a la Mannschaft: 8-3. [Walter era el mejor jugador alemán del momento –actualmente el estadio del FC Kaiserslautern lleva su nombre-, pero tras contraer la malaria se hizo muy vulnerable a los partidos disputados bajo el calor y la humedad]. Nadie lo sospechaba entonces, pero ese resultado puso la primera piedra para construir la gloria. La competición fue avanzando y ambos combinados alcanzaron la final. Aquel día, Berna amaneció lluviosa y fría. Hacía un día Fritz Walter. Evidentemente, los dos equipos mostraron sus onces de gala, y una vez más las húngaros eran favoritos. Más cuando a los 9’ el marcador era ya de 0-2. Pero entonces afloró el orgullo alemán. Tras sacar de centro, una jugada dirigida por Walter, la remachó Morlock a la red. Eso espoleó a los teutones, que antes de los 20 minutos ya habían empatado. El desconcierto se apoderó de los magiares, que quedaron intimidados por el ímpetu de su oponente. Tras la reanudación el área alemana era bombardeada una y otra vez, pero una fuerza desconocida impedía que los ataques fueran culminados. Entonces apareció Rahn, que tras un rechace de la defensa magiar recogió el balón en la frontal, buscó el hueco y ¡zas! Corría el minuto 84 y la tropa de Herberger solo tuvo que aguantar el resultado. Esa tarde nació la leyenda alemana. Ellos fueron los primeros exponentes de la fiabilidad que atesoran los germanos cuando la cosa va de fútbol. Aquel partido se recuerda desde entonces como El Milagro de Berna, un hito que fue el punto de inflexión para un país que gracias al fútbol se vino arriba y creyó en salir adelante y reconstruirse.
La siguiente hombrada alemana llegó en el Mundial que organizaron en 1974. Otra vez tras un camino con altibajos –llegaron a perder un partido contra sus vecinos comunistas de la RDA-, los alemanes se plantaron en la final. Y otra vez les esperaba el mejor equipo del momento, en este caso la Holanda de Cruyff. Y otra vez el rival se avanzó bien pronto. Al minuto de juego, Berti Vogts cometió penalti sobre El Flaco tras una jugada en la que ningún alemán tocó el balón. La pena máxima la transformó Neeskens. Beckenbauer, Breitner, Hoeness y compañía estaban hundidos y no sabían como hacer frente al Fútbol Total. Pero como Alemania siempre tiene un plan, decidió pagarle a Holanda con la misma moneda y sus jugadores empezaron a ocupar todas las zonas del campo sin importar su demarcación. Primero fue un penalti y luego una jugada culminada por uno de los mejores definidores de todos los tiempos, Torpedo Müller. Todo antes del descanso. En la segunda parte, la tropa teutona se dedicó a neutralizar a La Naranja Mecánica –el marcaje que Vogts le hizo a Cruyff está hoy en todos los manuales- y sólo hubo que esperar al pitido final.
El triunfo en Italia ‘90 es algo diferente. Contando con una de las escuadras favoritas al triunfo final –en sus filas estaban Voeller, Klinsmann, Matthaus, Kohler o Brehme - la Mannschaft se vengó de la Argentina de Maradona, que la había derrotado en la final de México ’86, en una de las peores finales que se recuerdan.
Visto lo visto, la leyenda que Alemania se ha forjado a través de la Copa del Mundo es para tener en cuenta. Pero en la Eurocopa la cosa cambia. Los tres títulos conseguidos han sido siempre ante rivales a priori inferiores. En 1972, víspera del Mundial ’74, destrozaron a la URSS por 3-0 –hasta ayer no se había visto nada parecido a esas alturas en un Europeo- guiados por un magnífico Gunter Netzer. En el 80, la terna formada por Rummenigge, Schuster y Hrubesch se impuso en la final de Roma a una de las mejores generaciones que ha dado el fútbol belga. Y en el 96, la víctima fue el equipo sorpresa del torneo, la República Checa. Sin contar con un equipazo, la Mannschaft se impuso por oficio y por acierto en los compases decisivos.
Pero si analizamos las dos derrotas que han sufrido los alemanes en el partido final de una Eurocopa llega el lugar para la esperanza. En el 76, cayeron ante Checoslovaquia tras el famoso penalti de Panenka y después de comprobar que en el fútbol del este había nacido otro muro: el meta Ivo Viktor. En la Euro ’92, disputada en Suecia, los tricampeones mundiales sucumbieron ante uno de los campeones más inesperados de la historia. Dinamarca no se había clasificado, pero Yugoslavia tuvo que renunciar a participar tras la guerra. La plaza fue para los nórdicos, que con una columna vertebral formada por Schmeichel, Olsen, Jensen y el hermanísimo Brian Laudrup, se plantaron en la final, donde borraron del campo a los alemanes para acabar ganando 2-0.
Ambas fueron ocasiones en las que Alemania, pese a no enfrentarse al mejor combinado del momento, sí tenía enfrente al equipo que había desarrollado una propuesta más atrevida. Y a diferencia de la Copa del Mundo, cuando se ha encontrado con la generación dorada de un país poco acostumbrado a la victoria en la competición continental, Alemania sí ha mordido el polvo.
‘No importa que sea un vehículo, una lavadora o un equipo de fútbol. Un producto alemán siempre es fiable’. Algo así dijo Alfredo Relaño el pasado día 8, cuando Ballack y compañía saltaban al césped para debutar contra Polonia en este Europeo. Quizá su derrota ante Croacia en la segunda jornada hizo creer a muchos que no bastaba sólo con ser fiables. Pero Alemania ha vuelto. De hecho está a la vuelta de la esquina. Y como decíamos, siempre tiene un plan. Su primer mazazo fue despertar a Portugal del sueño de redimirse de la decepción que supuso perder ante Grecia el primer y el último partido de su Eurocopa. Löw vio que la formación utilizada en la primera fase, con dos delanteros y cuatro centrocampistas, mermaba las cualidades de Ballack, que jugaba demasiado retrasado. Por eso decidió cambiar ante los lusos. Rolfes y Hitzlspelger –a la espera de recuperar al mejor Frings- cubrían las espaldas del crack del Chelsea en la medular mientras éste, escoltado en la izquierda por Podolski y en la derecha por Schweinsteiger, hacía, deshacía y dirigía a su antojo en la mediapunta. Por delante de él, Klose hizo de cazagoles. En la semifinal ante Turquía repitieron. Pero el juego de violines desarrollado por la Roja está haciendo meditar al guaperas Löw, que está barajando la opción de volver a colocar dos puntas para aprovechar mejor las ocasiones que puedan concederles los pupilos del Abuelo. Sea como fuere, seguro que tendrán un plan.
Pero hablemos de los puntos débiles de la Mannschaft. Si de ¾ en adelante cuentan con jugadores resolutivos, tras la medular se esconden las carencias de este equipo. Mertesacker y Metzelder se asemejan más a la competencia de Nowitzki y Jagla –ambos sobrepasan el 1’90- que a una pareja de centrales convencional. Por ende, son eficientes en el juego aéreo, pero si España echa el balón al césped lo pasarán mal. Los laterales dan una de cal y otra de arena, sobretodo Lahm. Si el menudo carrilero del Bayern es un delantero más en las jugadas de ataque –ya lo demostró con su decisivo gol ante Turquía-, sufrirá para defenderse de las internadas y/o combinaciones de Ramos e Iniesta. Friedrich, por contra, pese a no ser tan ofensivo, es mucho más defensa, aunque tampoco es un portento físico. Qué decir de Jens Lehmann. Con unas manos de mantequilla, unos reflejos más bien escasos y una agilidad poco privilegiada es, junto a Rüstü, uno de los peores arqueros que hemos visto durante estas tres semanas. Nadie se explica como puede ser aún el portero de la selección –quizá la respuesta esté en que su sustituto es el ex azulgrana Enke-, y muchos creen que algún día, un error suyo –no porque no los haya cometido ya- le costará un buen disgusto al equipo.
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En todo caso, el partido está ya listo para servirse. A los alemanes, que ganan una de cada tres Eurocopas, les toca ya por estadística, pero a los nuestros -24 años sin final, 44 sin título- la historia les debe una –y unas cuantas más les debe el fútbol-. Y aunque Alemania haya rebuscado en los anales de su historia para recordarnos en estos últimos partidos la esencia de la frase que un día pronunció Gary Lineker, España se está reivindicando como el mejor equipo del torneo, por los menos como el más diferente al resto. Seguro que Alemania llevará su estilo –ese que le ha dado tanta gloria- hasta las últimas consecuencias. España, como ha hecho hasta hoy, no podrá ser menos. Todo campeón surge de la creencia en un estilo. El domingo, el único imperativo debe ser el choque de filosofías, de estilos, de ingenierías. A partir de ahí, que gane el mejor.
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