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sábado, 30 de mayo de 2009

La eternidad

Por Albert Valor

El pasado miércoles, 27 de mayo de 2009, sobre las 23:00 horas, Carles Puyol Saforcada alzó al cielo del Olímpico de Roma la Copa de Europa lograda por él y los suyos en un duelo de titanes. Antes del partido, sin saber muy bien el orden, se enfrentaban el mejor equipo del mundo contra el segundo mejor equipo del mundo. Cuando Bussaca pitó el final, la jerarquía ya estaba un poco más clara. No por el resultado, que también, sino por la diferencia entre unos y otros sobre el terreno de juego.

Y pese a esa diferencia, hacía falta refrendar tal superioridad con un mayor número de goles que el rival en el marcador. Bien lo sabe el Barça, que tantas y tantas veces ha sido superior en el césped pero no en el marcador. El azulgrana es un club emblemático, con numerosos títulos en sus vitrinas, pero la brecha entre las copas que luce su palmarés y las que podría lucir es más prolongada de lo que pensamos.

Por eso he citado el momento en que Tiburón Puyol alzó la tercera Copa de la Ligue des Champions para el club al principio del artículo. Porque ello significa un cambio de sentido. Significa que por fin el Barça, con un equipo superior al de su rival, alzó un trofeo sin agonía a última hora o un llanto inesperado. Significa que, en tres años, su prestigio ha crecido ostensiblemente; ha pasado del club de grandecillos ─aquellos que como Celtic, Aston Villa o Borussia Dortmund tienen 'sólo' una Copa de Europa─ a estar nada más que un peldaño por debajo de grandes como el Liverpool o el Bayern, que coleccionan 4 ó 5 trofeos, y al mismo nivel que su osado y último rival, el Manchester United, que también ha obtenido 3 entorchados. El Real Madrid y el Milan, la verdad sea dicha, aún quedan lejos, por mucho que algunos de sus alirones sean ya vetustos.

La historia la marcan los detalles. Y eso siempre pesó al Barça. El 31 de mayo de 1961, una de las mejores escuadras que jamás haya tenido esta institución se presentaba en Berna para recoger el testigo del pentacampeón, el Real Madrid de Di Stéfano. Los palos cuadrados del Wankdorf Stadium y ─se comenta, se presume, se sabe─ el sol cegaron a Ramallets y privaron al Barça de ganar su primera final europea. Desde entonces, los palos son redondos, pero fueron los culés quienes pagaron la novatada. En el año 86, los Schuster, Pichi Alonso y cía. acudían a Sevilla para jugar la final contra un desconocido Steaua de Bucarest. Los azulgrana se sentían ya campeones antes de jugar, y claro, la historia de cebó esta vez con su ego, y el portero Duckadam ─ídolo de la anticulerada desde entonces─ se agigantó para detener cuatro penaltis durante la tanda. 0 de 2.

En el 92, Wembley, por fin, pasó a la historia como un santuario propicio para el éxito. El archiconocido disparo de Koeman en el minuto 112 tras una falta de patio de colegio provocada por Eusebio Sacristán daba al Barça su primer título europeo de la máxima.

Dos años después, en la mitológica ciudad de Atenas, se vivió uno de los mayores desastres de la centenaria historia blaugrana. La máquina de fútbol recreada por Fabio Capello tras la desintegración de aquel Milan con Sacchi en el banquillo y Rijkaard, Gullit y Van Basten, pasó como un rodillo sobre un equipo que venía ya emborrachado de títulos. El bueno de Fabio, apostando por hombres como Desailly o Savicevic, añadidos a leyendas como Baresi, Costacurta o Paolo Maldini le infringió a los culés un baño que fue, nada más y nada menos, el preludio de la desintegración del Dream Team. 1 de 4.

Se puede decir que a partir de entonces, la sequía europea llegó al Camp Nou. Tuvieron que pasar 12 largos años para que el Barça volviera a una final. París vio al Barça campeonar otra vez en el Viejo Continente. Eto'o empezó a escribir su gloriosa carrera como azulgrana y otra vez un defensa ─Belletti─ alivió un final agónico ante un equipo inferior al Barça hombre por hombre pero mejor que los barcelonistas sobre el terreno de juego. No nos engañemos, quizá estaba escrito que el Fútbol Club Barcelona ganara en Londres y en París, pero tanto Sampdoria como Arsenal se apoderaron en muchos momentos del miedo de dos equipos que ya están en la historia del club fundado por Hans Gamper en 1899. Con todos mis respetos hacia genoveses y londinenses, esas finales tenían que ser para el Barça. Ambos equipos pasaron a la historia por su fútbol espectáculo, y la guinda no podía ser otra que la Champions.

Y tres años después; o sea, hace dos días, la última final disputada por los culés. Por suerte, Roma era otra gran ciudad europea, muy por encima del rango de Sevilla o Berna, quizá no tanto del de Atenas, pero más al nivel de Londres y París. Se ganó como se anhelaba. Con suficiencia, con trascendencia, con testosterona, con justicia. Pasando por encima de un rival con mucho nivel, que empezó apretando y que pese a doblar la rodilla en el tramo final, nunca le perdió la cara al encuentro aun planteándolo mal. Era el Manchester United. Eran Wayne Rooney, Cristiano Ronaldo, Edwin Van der Sar, Patrice Evra, Nemanja Vidic o Carlitos Tévez, entre otros. Era el 'ogro' Alex Ferguson. Pero claro, delante estaban don Andrés Iniesta, el venerable Samuel Eto'o, el superlativo Leo Messi, el doctor Xavi Henández y el señor Víctor Valdés, entre otros. Y por supuesto, su Santidad Pep Guardiola. Ellos han conseguido cambiar la historia de este club. Han convertido la dinámica perdedora en otra insaciablemente ganadora. Han conseguido junto al triunfo de París, que el saldo se haya igualado y sea de tres finales ganadas de seis disputadas ─algo que tampoco resulta descabellado si vemos que el propio United acumula 3 de 4 o el Real Madrid 9 de 11─.

Más allá de la estadística, siempre fría como una puñalada, el culé mira hacia atrás y es consciente de que nunca se sintió tan lleno, de que nunca se sintió tan vigoroso, de que nunca sintió tan cerca la felicidad total. Y es que da la sensación de que en un solo año, el Fútbol le ha devuelto al Barça todo lo que le quitó años atrás. Está claro que Sevilla o Berna nunca volverán, que las dos últimas Ligas regaladas estarán para siempre en las vitrinas de Concha Espina –recuerden, el 19 a 31, podría ser hoy un 21 a 29 y nadie se rasgaría las vestiduras-, pero también queda claro que la oportunidad del triplete era única. Y eso sí que se ha conseguido. Nadie en España lo consiguió aún. Sólo el gran Celtic del 67, el superlativo Ajax de Cruyff, el PSV de Hiddink o aquel Manchester heroico que vimos en el Camp Nou hace 10 años lo consiguieron.

Por fin el Barça ha conseguido un hito que le coloca en la cima de aquello que nunca dominó: la estadística. El resultado. Pero no por eso ha entrado en la leyenda –que también-. Lo hará porque antes de alzar la orejuda al cielo de Roma, ya había conseguido la verdadera victoria: quedar en la memoria y en el corazón de los aficionados. Ser recordado como los grandes. Como la Hungría de Puskas, como el Real Madrid de Di Stéfano, como el Brasil de Pelé, como el Milan de Sacchi, como el Uruguay del ‘Maracanazo’, como la España campeona de Europa hace menos de un año. Por eso es y será eterno.

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