
Fue entonces cuando llegaron las malas noticias. Al destape de las vergüenzas defensivas de la Roja se unió la lesión de Puyol, de largo el mejor central nacional a pesar de su bajón. El gol del hijo de Ibrahim ―el sufijo '-ovic' significa 'descendiente de' en los Balcanes― llegó precedido por el obligado cambio de piezas en la zona trasera. Entró Albiol, de perfil similar al de Marchena: grande, fuerte, contundente, y ahí terminan sus virtudes. Es una lástima que la categoría de la cobertura española no alcance la del resto de líneas; de ser así estaríamos ante un equipo dotado de tracción a las cuatro ruedas.
La retirada del yunque Ibra en la pausa descabezó a los suecos, resignados por fin a la ardua tarea de buscar con escaso éxito un objeto blanco entre casacas rojas. Si algo distingue a la selección es que ama el balón como Oliver Atom: lo mima, lo pule, lo guarda para sí. A tipos como Xavi ―94% de efectividad en el pase durante el partido―, Iniesta y Cesc habría que darles otro esférico a parte. De lo contrario, para que lo suelten hay que celebrar su réquiem.
Y así, mecida por un tuya-mía tan abrumador como estéril, la Roja se veía una vez más ante el vía crucis de evocar su legado perdedor. Ocurre que el fútbol se rige por leyes indescifrables que a veces derivan en sentencias insospechadas. En el 92', cuando ya nadie le esperaba, Villa emergió desde el fondo de las minas de Tuilla para seguir dando cuenta de su ambición. Los réditos que genere esa voracidad van a marcar el destino de la selección de cuartos en adelante. De momento el Guaje parece obstinado en querer versionar al mejor Eto'o. Un gran síntoma para España, casi siempre deficitaria de raza, acierto... y fe.
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